Mourinho debe ser ahora mismo un hombre feliz. Como cualquier entrenador que mete a su equipo en la final de Champions, como cualquiera que elimina al campeón y hasta hace apenas dos semanas favorito cuasi unánime. Miel sobre hojuelas para el portugués si ese campeón caído es el Barcelona, con el que mantiene una turbia relación que ha animado la historia del fútbol europeo en la última década. Si no debe ocultar su felicidad, no puede ocultar que su máxima es maquiavélica. El fin justifica los medios y como el fin era estar en la final del 22 de mayo, el Inter estará. El Inter y su autobús.
No lograron Barcelona y Camp Nou que los jugadores del Inter odiaran su profesión, no hasta el final, demasiado tarde. La duda razonable sería, si no tuviéramos una certeza al respecto (el partido de ida, por ejemplo), si esa profesión es la de futbolistas. El Inter renegó del fútbol y planteó un partido ultra defensivo, un no-partido. Inteligente o mezquino según colores u opiniones. Mourinho actúa como un tahúr que acumula carisma y mística y esconde, detrás de su glamour y sus polémicas, cierta querencia, cuando la ocasión lo permite, a arrimarse al fútbol de las cavernas.
Los pecados y las virtudes del Inter fueron diáfanos. Afeó todo lo que pudo la noche y el partido y anuló al Barcelona. Todo en uno, indisoluble. Sintió que todo lo que tenía que hacer que no fuera defender lo había hecho en 60 minutos muy meritorios en Milán. Mourinho, con esa idea fija, encontró todas las coartadas. Aprovechó unas molestias de Pandev para meter en el once a Chivu tras comprobar que el Barcelona salía con Alves adelantado. Cuando a la media hora fue expulsado Motta, retorció todavía más lo que ya estaba siendo un ejercicio tan impecable como poco estético de trabajo metódico, sufrido y conciso. Abejas más que jugadores, obreros atletas. El Inter no dio dos pases, no buscó la portería rival y jugó más de una hora con diez y con Etoo y Milito como laterales y Sneijder como pivote. Todo lo demás, detrás. Con eso es innegable que no sufrió hasta la recta final, perdió tiempo y desesperó a un Barcelona con más posesión que identidad, que dio la sensación de estar siempre a un golpe del destino y a la vez a un año luz de meterse en la eliminatoria.
Tardó el primer gol que incendió la pira del Camp Nou, no hubo más individualidad que Piqué, que portó el fuego del espíritu azulgrana: impecable en defensa, acabó como delantero marcando el gol y propiciando el estiró final, épico, salvaje, al final impotente. Antes falló el estilo para salpimentar una posesión de récord mundial y una voluntad inquebrantable pero casi siempre sometida al fango del Inter. Hubo pocos disparos, casi ninguna ocasión clara y el Inter no boqueó hasta el final, cuando sintió el terror puro del Camp Nou, del Barcelona, del campeón de Europa que embelleció al final su muerte, en pie y desangrado, sin una gota más de sudor. Antes de eso, durante 80 minutos, el Barcelona pensó demasiado en la magia y olvidó la ciencia. La magia era el ambiente, la llamada a la épica y a la grada, la vocación de morir en el campo. Pero el Barcelona es más por la ciencia de su fútbol, por robar, tocar rápido y crear fútbol, soñarlo y dibujarlo. Faltó la alquimia, el arte oculto de combinar, precisamente, magia y ciencia.
El principal pecado del Barcelona fue caer en la tela de araña del Inter, no saber romper el partido, no tener brillantez. Estuvo lento y ansioso, combinación letal. No tuvo fluidez ni ritmo y no encontró nada, ni acciones aisladas, ni genialidades, ni rechaces, ni balón parado, ni fallo de un Inter que en lo suyo estuvo impecable. Otra cosa es que guste más o menos. En ese sentido, no le ayudó una segunda parte en la que perdió más tiempo, retorció el reglamento, fingió contactos y problemas físicos -todo con la colaboración de de Bleeckere- y caminó hacia el Bernabéu con Muntari y Córdoba y sin Sneijder y Milito.
Guardiola fue valiente y planteó un envite a Mourinho con un equipo asimétrico y cambiante. Defensa de tres con Piqué acompañado por Milito, casi Lateral y Touré, casi centrocampista. Por delante Keita de interior, Alves de Volante, Busquets de tapón y el resto, Xavi, Messi, Ibra, Pedro... y ahí estuvo el problema. Xavi y Messi fueron anulados por el Inter e Ibrahimovic se anuló jugando estático y torpe, sin aprovechar pases y sin crear espacios. Pedro lo intentó consumido por la ansiedad y Messi tuvo la mejor ocasión pero penó por el campo nervioso y sometido, divagando sobre una Champions que pareció suya y que ha desaparecido ante sus ojos, robada.
La segunda parte fue un sufrimiento para el Barcelona hasta que marcó Piqué, en acción de delantero centro, clase y rabia. Antes de eso el Inter vivió feliz con el partido desactivado. Tardó en llegar el mordiente, no hubo reacción y el órdago final se ahogó con una mano mal pitada en una jugada en la que Bojan acabó marcando. Fue el final, la última frontera para un Camp Nou que acabó corajudo pero muerto porque el partido no fue de Xavi o Messi sino de Lucio, Samuel, Cambiasso...
El Inter aguantó incluso ese trance final en pie, entero y con diez tras la expulsión de Motta, que sacó el brazo ya con una tarjeta y ante un Busquets que se encargó de provocar la segunda. El ex del Barcelona fue el único de su equipo que perdió los nervios, y fue camino del vestuario y ya borrado del partido. El resto fue inmutable, el Inter con cara de póquer y el Barcelona en busca de una mística que llegó, pero tarde. Faltó la suerte, falló Messi, falló el Barcelona. El Barcelona cayó con orgullo pero cayó. El campeón cedió a un paso del Bernabéu, en la última escala. El Inter le ha robado la copa y la foto, el protagonismo. Le robó la esencia, y redujo la eliminatoria a un partido en su campo, donde fue mejor. El otro, el de vuelta, no existió. Lo secuestró Mourinho, su autobús y su cita con la final. El fin justifica los medios, ¿o no?...
tomado de www.as.com
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