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domingo, 14 de diciembre de 2008

Barcelona 2 - Real Madrid 0


Que un partido con semejantes equipos terminara sin goles era como salvar una vajilla de un terremoto. Sin embargo, llegó un momento en que el improbable empate no sólo parecía lo más justo, sino también lo más hermoso. Cabía mucho heroísmo en esa batalla que oponía a dos equipos de estilos diferentes, casi opuestos, pero empeñados en exprimirse y ansiosos por reivindicarse. Resultaba asombroso ese equilibrio en ejércitos tan distintos, el juego del Barcelona y el plan del Madrid, los cañones contra los sables. Parecía imposible que, con recursos diversos, los equipos coincidieran en la simetría del empate inmaculado.
Pero cuando estábamos dispuestos a levantar los brazos de los dos púgiles y declarar el combate deliciosamente nulo, entonces, en el minuto 82, Puyol ganó un salto que era un partido. Se elevó sobre Ramos, sacudió todas las lanas de Escocia y cabeceó un balón que era un regalo con mecha. Etoo no tuvo más que poner el muslo y empujar la pelota dentro de la portería.
Cuesta aceptar que una guerra se decida por un muslo que no sea de Mata-hari, pero sucedió así. Después, con el partido hecho trizas, Messi marcó el segundo con un remate exquisito, pero estoy por asegurar que ese gol ya no le dolió el Madrid. Ya había muerto, de un salto y de un muslo, de una jugada impropia de un partido tan grande, aunque también falleció Atila de una hemorragia nasal.
Honor. Al visitante le queda algo más que la dignidad. Durante 82 minutos hizo mucho más que resistir al Barcelona. Le pudo ganar. Le contuvo primero y le asustó después, sin que eso impidiera que el Barça también empujara y repartiera miedo a raudales.
Pocos hubieran imaginado a un Madrid entero a ocho minutos del final y el mérito corresponde tanto al orgullo herido de los jugadores como al meticuloso planteamiento de Juande Ramos, que anoche salió reforzado a pesar de la derrota. Cumplieron sus laterales, Salgado y Ramos, y brillaron los centrales, Cannavaro y Metzelder. Una vez cosida esa herida, quedó fuera de su influencia que las dos grandes oportunidades del Madrid recayeran en las botas de Drenthe y el canterano Palanca, espumoso uno y debutante el otro. Para ocasiones parecidas sirve la experiencia, un revólver con muescas, cien muertos en el armario.
Pero no cabe llorar. Ayer el Madrid rebatió el menosprecio haciendo el único partido posible para ganar. Mientras el Barcelona jugaba desde la opulencia, el equipo de Juande lo hacía desde la austeridad. El resultado es que el lujurioso dominio local no se correspondía con sus escuetas ocasiones de gol. Era amor sin sexo, castillos en el aire, luna lunera.
Entretanto, el Madrid se guarecía a la espera de una oportunidad por mínima que fuera. Cada robo incluía un plan de fuga, un movimiento de centella, tres pases a lo sumo. Y una vez capturados, vuelta a empezar, a esperar, prietas las filas y los dientes. Ya saldrá el sol.
En ese entramado, Messi jugaba un papel fundamental, ya se sabía. En un partido tan medido, él representa lo incontrolable, el meteoro. Es fácil que desde Barcelona reprochen las faltas que sufrió y no dudo de que se podrán hacer casullas con el morado de sus piernas. Es cierto que el Madrid le tanteó en el primer minuto y que le siguió rondando en los siguientes, pero fue la vigilancia normal a quien se supone el mejor futbolista del mundo.
Tampoco afectó eso a su ánimo. Las aproximaciones del Barcelona siempre encontraron en él una escapatoria, un intento, varios recortes y algunos remates, aunque casi siempre con la pierna derecha, su pistola de agua.
Plan. El dominio local dejó de ser asfixiante a los 20 minutos. A partir de esa frontera el Madrid comenzó a respirar profundo. No dejó de sufrir ni un instante, pero la pizarra se le hizo carne y le pareció cierta: era por la banda de Drenthe, la única en pie, por donde se podía atacar la inmensidad del Barcelona. Era en la espalda de Alves donde estaba la clave.
Después de un par de ensayos llegó el momento. Raúl iluminó un pasillo y Drenthe se plantó solo delante del paraíso. Entre las mil posibilidades que se le presentaban optó por el disparo al flanco y Valdés lo intuyó, felino.
Continuó el Barcelona con su canción del pirata, pero prosiguió también su asedio sin uñas, controlados sus delanteros y con Gago ejerciendo como sombra de Xavi. Touré penetró un par de veces en el área del Madrid con la técnica del alunizaje. Poco más.
Pasada la media hora, Sneijder, que pagó su ansiedad por jugar, dejó su puesto a Palanca, que nos recordó que la cantera no es el orfanato. El chico tuvo un balón de oro que le hubiera encaminado a Valdés, pero lo neutralizó Medina Cantalejo por no aplicar la ley de la ventaja.
En la segunda mitad se estiró el Madrid y el Barcelona dio un paso atrás. Ya tenía el susto en el cuerpo y esperaba al rival detrás de cada puerta. Puyol arrebató a Higuaín un balón en boca de gol y cada aproximación blanca estremecía al Camp Nou.
El estadio entero se alivió cuando entró al campo Sergio Busquets por Gudjohnsen. De inmediato, el Barça recuperó el sentido, la música, si bien es cierto que en ese tramo Márquez acarició la expulsión con las yemas de los dedos de los pies.
Entonces se nos sugirió el primer desenlace. Salgado hizo penalti a Busquets, cuando esperaba una pared de Xavi. Pero Casillas detuvo el lanzamiento de Etoo y el partido recuperó su espléndido equilibrio. Cuando más apretaba el Barça, Palanca se estrelló contra la anatomía de Valdés. Todo saltó por los aires con el brinco de Puyol. Todo, menos la dignidad del Madrid, intacta.

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